Hay obras, que de tan malas, te dificultan el
análisis, la disección. En estas, nunca sabes por dónde comenzar: se antojan como un gran
animal de caza que cuelga de las patas traseras y pide inerte que lo desuelles
con máxima precaución. Ahí, pues, están las ridículas pretensiones del director
haciendo las de tripamenta; más abajo, el baboso entender de lo que es
plantarse sobre la escena como dos largas y jugosas piernas que deben ser
decoyunturadas con filo y precisión; acá la piel y cornamenta de la
escenotecnia dislocada y, por todos lados, terminará regada la sangre del mismo
sentido de hacer teatro.
En cambio, hay otras obras, de tan complejas,
bien resueltas, tan vivas ellas, que invitan al pánico siquiera de posar la
mirada sobre ellas. Corren vigorosas, magníficas, por los llanos de la escena.
Palpitan con fuerza, enloquecen al mezquino cazador de comadrejas que es
cualquiera que se asuma crítico y ponen a temblar el dedo en el gatillo, o el
que tensa la cuerda del arco. Qué importa el arma, dedo al fin. Estas obras son
las menos, pero ahí están. “Hay teatro vivo y teatro muerto”, dice siempre
Fernando de Ita citando a Roberto Ciulli, y dice bien. Bola de carne, de Bernardo Gamboa, es pieza de caza mayor. Solo
tocarla, pues, me parece irresponsable; pero hay que hacerlo, evitarlo sería
ingrato, pues haberla vivido fue un regalo para este torpe cazador de
maravillas. Vamos a ver si mi falta de pericia no termina partiéndole el
hocico.
Comienzo por la ética. Asistimos a la caída de
Occidente. O eso nos parece justo desde aquí. Vemos cómo se derrumba el país y
suponemos por los noticiarios que el mismo Orden Occidental se está yendo a la
mierda. Suponemos también, en medio de la caída, que la ética podría salvarnos
del reatazo. Es decir, nos parece que detrás de todos los problemas están la
corrupción, la ineptitud y violencia de nuestras clases política y empresarial,
la inmediatez y gandallismo de nosotros acá abajo, y otros males de diferentes
tamaños que bien podrían solucionarse si volviéramos a actuar de manera correcta.
Todo se nos plantea, pues, como un dilema ético de lo más elemental: ser o no
corrupto, ser o no gandalla, y así y así. Y este dilema ético se traduce, en
tanto que ético, en una propuesta de acción civil: permitir o no hacer al
corrupto, permitir o no hacer al gandalla, combatir o no la violencia con
violencia.
Para Bernardo Gamboa y Micaela Gramajo somos
todos, pero todos, unos ilusos optimistas si pensamos que la ética puede
servirnos de algo: el mundo se está derrumbando y la ética es solo otra forma
de expresión cultural, es decir, otra forma del ejercicio del poder.
La trama es sencilla, hasta planteada en la
forma más elemental de teatro de tesis: se ubica ubicua en un mundo que lo
mismo es aquí y ahora que el Imperio Romano que escucha horrorizado a las
bárbaros tocar a la puerta. Aquí o allá, qué más da, un par de criados godos
están enseñando a la hija del patrón el viejo arte de cazar cerdos. Y la
violan. Apenas van a cazar al marrano cuando mejor deciden que lo correcto es
cogerse a la hija del patrón. No me queda claro en este momento si también la
matan pero eso no es lo importante, el crimen está hecho y debe ser castigado.
Bizarro el mundo, bizarra su manera de entender la justicia, bizarros los
oponentes, queda planteada la cosa judicial en un dilema ético: tú tienes todo
el derecho, desde tu posición de poder, a juzgar y condenar mis actos, de la
misma manera que yo tengo todo el derecho, asistido por la misma naturaleza de
cometer el delito, es decir, tú me condenas porque puedes y yo me la cogí
porque podía. Ergo, cualquier cosa que resuelvas te enredaría en una paradoja.
Ergo, y peor, cualquier decisión que tomes pondría en crisis la ética y Roma de
todos modos caerá.
No me avergüenza haber develado la trama porque
Bola de carne está planteada muy
lejos de la convencionalidad del drama de tesis. La historia como tal, corre
como una muy corta columna vertebral de la que se desprenden largos y gratuitos
miembros, escenas que a veces clavan su pezuña frontalizando al público con el
discurso directo, otras alargan la trompa en escenas cotidianas más propias de
un teatro íntimo y que se desbocan en juegos de argumentación, inteligencia y
lenguaje.
Si la dramaturgia es fina e inteligente, la
puesta en escena es vigorosa y carnal. Si la obra tratara sobre un estúpido
gusano que busca a su mamá, aun así verla valdría la pena por las actuaciones
de la Gramajo y Gamboa: ella solvente, él imponente, ambos bien vivos, llenando
la escena como si de la actuación dependiera toda la obra.
La parte más horrible de mí no pudo dejar de
pensar durante la obra en otros ejercicios similares, esos que ahora se venden
caros a nuestra babosa burocracia teatral y llenan sabrosamente el ojo de ese
público de hipsters atarantados que creamos con el pretexto de la renovación de
la escena: teatro de ideas sin una sola idea, con muy poquito teatro. Hacer
teatro de tesis no es fácil, pensar el mundo de manera inteligente y luego
llevarlo a la escena se antoja a veces imposible: porque el seso es seso y el
teatro es carne, pura maciza. Bola de
carne, con toda su fuerza bruta, con toda la humedad sanguinolenta que
supura, hace que parezca fácil.
Estrambote
Sé que a esta obra no le ha ido mal, tampoco ha
sido el hit del año. Entiendo que su inteligencia y lucidez le puedan hasta
parecer chocantes a este mundo estúpido. La misma paradoja que plantea la obra
la victimiza: quien decidirá si Bola de
carne es importante serán los ya citados público y burócratas teatrales.
También nuestros teatreros. Y en tanto que todos ustedes ciudadanos, al fin
cómplices de este derrumbe generalizado, cómo podrán entender el bello animal
que se solaza frente a ustedes. Quede entonces Bola de carne como un registro de que alguien, por lo menos alguien
(en este caso dos), supo (supieron) leer las catástrofes en medio del temblor:
la catástrofe de la Occidente en general y la catástrofe de nuestro teatro
mexicano en lo particular. Digo, sirva como registro si es que al final queda
alguien para leerlo.
Segundo estrambote
Bola de carne se presentó en nuestro teatro La
Caja (digo nuestro porque depende de la Compañía Titular de Teatro de la UV),
acá en Xalapa, se presentó gracias a las malas artes de Luis Mario Moncada y
gracias a esa disposición que siempre tienen los verdaderos teatreros de hacer
teatro cualesquiera que sean las condiciones. La presentación de Bola de carne fue un vaso de agua fresca
en medio de los calores que produce la actual sequía del teatro independiente
xalapeño, porque algo pasa con el teatro independiente en Xalapa. En los
últimos años, una generación de jóvenes y talentosos teatreros dio vida a
nuestra escena independiente. Estos jóvenes crecieron: los que de verdad
servían, se fueron, porque en Xalapa las condiciones para hacer teatro no son
las mejores; quienes se quedaron aquí, pues por algo se quedaron aquí. Eso
pasa, y es normal, pero uno suponía que detrás de este grupo vendrían los
jóvenes a llenar el espacio y continuar con esa gran historia de teatro
orillero que tiene ilustres referentes en gente como Paco Beverido y proyectos
como aquellos talleres libres de La Caja. No veo a los jóvenes. Vamos, sí los
veo, pero los veo haciendo trabajos escolares, sin sentido ni factura, dignos
de cualquier otro puto rancho polvoriento. Para acabarla de joder, Martín
Zapata, que se había quedado acá para sacar la casta, ahora anda muy orondo de
sabático.
Allí el animal, acá las carnes, juzgue usted mi
pericia con los cuchillos y la chaira.
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