miércoles, 31 de agosto de 2016

Inteligencia extraterrestre

En 1977 el proyecto SETI detectó una señal del espacio exterior que parecía ser originada por una entidad inteligente. La historia cuenta que el científico a cargo del telescopio Big Ear en ese turno, escribió la palabra “WOW” en el margen de la impresión de la computadora que mostraba la dichosa señal, y por eso WOW es el nombre con el que conocemos este evento.

La señal nunca pudo corroborarse por lo que no se consideró una prueba definitiva. Se supone que estos programas que pretenden paliar nuestra soledad como especie, cuentan con filtros para discernir entre una mera casualidad y un evento de contacto real, pero no se corroboró y seguimos solos. Hasta ahora.

Ayer, un telescopio ruso recibió una nueva señal WOW. La nota periodística, que puede estar anunciando un hecho histórico, casi tanto como el descubrimiento de América (perdón por la analogía, más o menos le pertenece a Ítalo Calvino), nos pasó desapercibida entre las notas de segundo día sobre la muerte de Juan Gabriel y las que refieren la ridícula cita que sostendrán Donald Trump y Peña Nieto para hablar de sólo ellos saben qué. La nota pasó desapercibida, pues, aunque la verdadera nota será si se corrobora la señal, lo que ya decíamos, es algo realmente difícil (mueves un milímetro el telescopio en Mongolia y equivale a barrer millones de años luz en el espacio, así de jodido está el asunto).

En los ochenta/noventa, cuando se usaban esas antenotas parabólicas para ver algo más en la tele que las mamadas de nuestra televisión nacional, había un güero en Guadalajara que por trescientos pesos te jaqueaba la señal de todos los satélites. Tú solo comprabas los aparatos y la antena, la instalabas al frente de tu casa donde pudieran enterarse los vecinos de quién era su papi, y el güero hacía su magia, podías ver en vivo desde un partido de la NBA hasta un combate polinesio por la posesión de dos mujeres o una vaca. Era una maravilla ese güero.

Del güero hace mucho que no sé nada, puede que esté trabajando ahora para Dish por veinte pesos y un gansito, pero, también existe la posibilidad, nada lejana, que se lo hayan llevado los rusos. De ser así, tenemos muchas posibilidades de confirmar la señal que tanto hemos buscado y acaso establecer una recepción estable.


La idea es maravillosa. Salvo que no sirve para un carajo. ¿Realmente seremos mejores si podemos incluir en nuestra selección de canales de paga una estación de radio en la que unas babosas enormes se deleitan escuchando canciones de un Leo Dan transgénico? Y suponiendo que logremos suficiente información para poder traducir el código. Qué mierdas traducimos. Si no hay realidades equivalentes, no tiene sentido buscar lenguajes equivalentes. Hace como tres años, estaban traduciendo Odio a los putos mexicanos, una obra mía, del inglés al ruso. La traductora chingaba la borrega un día sí y el otro también sobre cómo debía traducir ciertos términos. A pesar de que le expliqué que si lo supiera yo mismo la traduciría, ella seguía jode y jode. Donde de plano rompimos relaciones diplomáticas fue cuando, muy proactiva, la rusa me propuso traducir “pozole” por algo así como un “gulash con granos de cebada”. Algo así. No sirvió que le aclarara que traducir no es explicar y que no, que el pozole es pozole, no sirvió explicarle a la necia pero no sé en qué habrá terminado la cosa. Esto lo cito para ejemplificar lo que decía de la señal extraterrestre. No importa lo que digan las palabras que pesquemos, si no sabemos a qué se refieren, cómo o para qué vamos a traducirlas. Solos estamos, solo seguiremos. Wow.

martes, 30 de agosto de 2016

Ahora todos odian al pobrecillo de Nicolás Alvarado


Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Partamos de lo obvio. El único imbécil en este mundo que puede pensar que Nicolás Alvarado es algo cercano a un intelectual, es el mismo Nicolás Alvarado. Lo que dijo sobre Juan Gabriel fue una serie de burradas que, como bien apunta Yuri Vargas, solo lo delatan al mismo Alvarado de ignorante en lo que se refiere a las reglas del buen decir.

Eso de un lado de la cancha. Del otro, el pueblo llano, dolido por la muerte del que fuera sin duda un genio de la música pinche. Dolor legítimo, dolor que terminará inmortalizando.

Pero el peor error de Nicolás Alvarado fue echarse encima a dos alacranes al mismo tiempo. Por un lado, con sus comentarios fuera de tono, a las chachas que crecieron en hogares donde se escuchaba a Juan Gabriel y a Rigo Tovar, y ahora tienen un titulillo de teatro en la UNAM (o la ENAT según el caso) y sendas cuentas en el féisbuc y el tuíter. Claro que están encabronadas por la falta de respeto de este pedazo de imbécil a su duelo. Claro que en su conciencia de pueblo sin más referentes que los aportados por cincuenta años de televisión mexicana, andan buscando un enemigo para reafirmarse.

Pero el pobre Nicolás también les dio un besito en el aguijón a una pequeña élite intelectual que sí sabe de lo que habla, que siempre ha pensado que Nicolás Alvarado es medio pendejo y que no entiende cómo este personaje se escurre de un espacio público a otro con tan poco arsenal de recursos culturales. Esta élite, que también usa las redes sociales y en más de una ocasión se confunde con el grupo del que hablábamos primero, también se siente con el derecho de pendejearse a este nada simpático muchacho y, por qué no, de confesar al paso, y sin temor al escarnio, que más de una vez ha enjugado sus lágrimas con el que ahora llaman Divo de Juárez (¿dónde quedó el gran Tin-tán) y la melodramática Rocío Dúrcal.

Al primer grupo, el de las chachas actrices producto de nuestra educación pública, les digo, en serio, Nicolás Alvarado no solo no es un intelectual, además ni por mucho es un representante de nuestra élite cultural. En tal caso, es como ustedes, un naco involuntario. Que ande por ahí muy facha y desdeñoso no lo hace más cabrón o más bonito (por no decir, en este caso particular, menos fellito).

A los intelectuales de a de veras. A esos que han dedicado su vida a cultivar el espíritu y recrearse en lo más sublime del hacer humano, solo puedo decirles que, al meterse en esta bronca, pues sí, parecen chachas. Entiendo que ya les andaba por confesar sus desvíos ocasionales del canon. No tienen nada qué confesar, estaban pedos. Es como cuando le pones un faje a un travesti a las tres de la mañana en el Catorce, no cuenta, estabas pedo, no eres puto. Aunque lo hagas más de una vez, no eres puto. Tampoco es obligatorio que pongan en su lugar a Nicolás Alvarado para que los demás sepamos que ustedes sí saben y él no. Eso es algo que se demuestra todos los días. Prueba de ello es la confusión en las redes sociales por la solicitud de renuncia de Alvarado de TV UNAM. Unos andan pensando que la “comunidad” exige su destitución por los comentarios sobre Juan Gabriel (lo que sería una delicia más de las furias feisbuquianas), cuando esta solicitud viene de atrás y se debe a motivos “reales”, como que desde que entró solo ha demostrado que ni para barrendero sirve.



P.D.: Solo para dejar registro. En su muy circulada nota, Yuri Vargas comete errores al contar las sílabas en la canción con la que ejemplifica, eso por defender a quien no necesita ninguna defensa.

lunes, 22 de agosto de 2016

Manera de comenzar otra semana

Luis Enrique Gutiérrez O.M.

De todo lo que me entero hoy al despertarme:

Que afuera está lloviendo.

Que por el signo zodiacal (Sagitario), mi posición sexual es la de perrito (espero que el perrito no tenga que ser yo).

Que si esto es un matadero, soy de los primeros marranos en la fila.

Que la Gabis decidió que no chambea hoy porque tiene que inscribir a su hijo en la primaria.

Que un anónimo en el féisbuc dice que escribo del culo y que me mantiene con sus impuestos.

Que ya salió el nuevo número de la Atalaya.

Que aquel tipo de rulos por el que se derretían absolutamente todas las adolescentes de este país mandó a decir que es maricón pero que de todos modos las quiere mucho.


Y que sí, que no fue un sueño: todos andan escandalizados porque el pendejazo de nuestro presidente se fusiló la tesis de licenciatura, como si alguien esperara que realmente la hubiera escrito él. Denle gracias a Dios que por lo menos terminó la carrera, ya que cruce la calle sin que lo atropellen es un gran mérito.

viernes, 19 de agosto de 2016

¿Teatro para bebés? No mames


Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Lo políticamente correcto siempre ha rondado lo baboso, pero hay veces, que lo baboso se arrastra sin que lo notemos a lo realmente estúpido, entonces se instala muy propio en un lugar donde la mínima semántica no tiene cabida, confundiendo términos tan distantes como teatro y kínder garden.  

Esto lo digo porque antier me cayeron en bola y muy decididas, como aquellas bigotonas del Anacleto Morones. Eran cuatro y yo estaba solo. Me agarraron de plano en curva.

—Maestro, venimos desde muy lejos para pedirle que nos escriba una obra.
—De qué mierdas hablan.
—De teatro, maestro, usted nos puede escribir una obra gratis porque somos un grupo de actrices jóvenes, ágrafas y bien dispuestas, y andamos buscando a un pendejazo que nos escriba de a grapa.
—Llegaron con la persona indicada. ¿Y como qué tipo de teatro hacen?
—No entiendo la pregunta.
—¿Universitario, comercial, de chistes y pelos?
—Ninguno de esos, señor, hacemos teatro para bebés.
—¿Para bebes?
—Sip, para bebés.
—¿De esos que cagan, chillan y babean?
—Para ésos mismos, señor. Bebés. Los queremos estimular.
—No mamen. Seguro me las mandó Édgar Chías.
—No, maestro, fue Enrique Olmos.
—¿No se ofenden si las mando a chingar a su madre?
—De ninguna manera, maestro, somos actrices, estamos muy acostumbradas.
—¿Antes de irse quieren un vaso de agua de guayaba?

¿Se puede hablar de teatro cuando un espectáculo está dirigido a unas personas que tienen la dimensión social tan desarrollada como un tamal de elote? ¿En serio? ¿Se puede decir que es teatro algo que funciona más o menos como el condicionamiento de perros de Pavlov? Laura Castro, propone en esta línea, un espectáculo de “teatro para bebés” que consistiría en sentar a los críos frente a una enorme chichi, pongamos que, sin comprometer la producción, de unos dos metros de diámetro y con un pezón del tamaño de una gorra de esquiador. La idea es que la enorme chichi tenga un movimiento y secreción ocasionales que hagan babear y berrear al respetable. Tespian. Tespian.

Más grave resulta pensar que invertimos años de formación en un individuo que en lugar de pensar en golpear a su sociedad con el duro garrote de la escena se pone a ejecutar algo más parecido a terapias pedagógicas de una señorita con título técnico en Gestalt. Si un actor o director tiene la autoestima tan jodida como para esto, está bien. Allá él. El tema del amor propio y la dignidad entre los hacedores de teatro es algo que todavía me rebasa. Pero que a esas mamadas preverbales le llamen teatro es más menos como llamarle medio de transporte a una escoba o Dios todopoderoso al venadito de Yon Diir.

La más gordita se veía excitada. Sus ojos parecían mojarse cuando alguien mencionaba la palabra “bebé”. La imaginé representando a Salomé frente a un auditorio de fetos bien sentaditos en sus frascos de formol. En algún momento, pensé, la casquivana podría sacar de ninguna parte una aspiradora para legrados de medio uso y los fetitos golpearían eufóricos el cristal de sus asientos. Así pensado, eso de teatro para bebés ya no me pareció tan mala idea. 

lunes, 15 de agosto de 2016

Mi amigo Hosmé

Luis Enrique Gutiérrez O.M.


Hoy fui a diálisis como lo hago desde hace diez años tres veces por semana. No estaba Hosmé. Sé que es algo que suena estúpido, pero hasta hoy a las siete caí en la cuenta de que Hosmé no estaba en la máquina cuatro y que ya nunca va a estar ahí. Hasta este momento me cayó todo el paso de la muerte de mi amigo.

El viernes me despedí de él con un “nos vemos el lunes”. Estaba bien de salud. Para sufrir de insuficiencia renal crónica estaba más que bien. Por lo menos, mucho mejor que yo. Ayer le iban a cambiar el catéter, algo que el angiólogo había postergado unas semanas por estar de vacaciones. Una intervención de mera rutina. En serio, menos problemática que tapar una carie. Lo que haya pasado, no tenía que haber pasado. Punto.

Cuando uno tiene tan pocos amigos como yo, la muerte se vuelve absolutamente incomprensible, por lo menos algo muy jodido. Hay semanas que solo salgo de la cama a la diálisis, así que no conozco mucha gente. Hace unos meses Hosmé llegó a la diálisis como un regalo, un regalo que al final de mi vida no esperaba. Éramos compañeros de banca. A él lo hemodializaban en la cuatro, a mí en la tres. Normalmente, los nefróticos son menos interesantes que una hormiga, así que tener de compañero a este maravilloso conversador era realmente la lotería. A veces se soltaba hablando, hablando y hablando. Hablando de cuando trabajó en el Blanquita, presumiendo orgulloso su trabajo como ecónomo de la orden franciscana, hablando de sus animalitos, de todas las cosas curiosas que vivió en más de cuarenta años con su Virgen loca, y de sus amigos entrañables: su compadre Manuel Fierro, Lupita Balderas, el Pelón Bautista. También platicaba mucho de Luzma, pero aclarando que “ella es amiga de mi mamá”. Supongo que todo lo que platicaba era la pura verdad, porque repetía miles de veces algunas de las historias y nunca cambiaba ni un detalle. De comida y cocina, también le encantaba hablar de cocina. Y de Xalapa, de ese Xalapa que hace mucho ya no es y nunca será de nuevo.


El teatro xalapeño hoy perdió a su representante por antonomasia. Nadie representaba ni representará lo que Hosmé Israel, él era la encarnación pura del nuestro teatro. Yo perdí a mi amigo, el de la máquina cuatro. Solo hasta hoy a la siete entendí todo el cariño que le tuve, todo lo que perdí. A ver ahora a quién ponen en la cuatro.

viernes, 12 de agosto de 2016

Los hijos que dejé regados
Lic. Luis Enrique Gutiérrez O. M.*


Jaimito (Sensacional de maricones) fue un hijo planeado pero no querido. Al principio, realmente yo no lo quería, lo llegué a aborrecer. Si le puse Jaimito fue por Jaime Chabaud, que siempre me ha caído gordo. Pero con el tiempo Jaimito fue ganándose el corazón de su orgulloso padre. El Quijote formó su identidad leyendo novelas de caballería. Madame Bovary, construyó un mundo de fantasía en las novelitas románticas. Jaimito, como ellos (más o menos), construye su identidad leyendo revistillas de maricones de esas que venden en los quioscos y, como el Quijote y la Bovary, no puede evitar que la realidad y su fantasía colisionen estrepitosas. Como no amarlo, pues, si compartimos la misma clase de ingenuidad: siempre fracasé en la realidad, solo me he mantenido a flote en esos mundos imaginarios que comienzan y terminan en la palabra.

Una de las maneras en las que más contundentemente he chocado contra la realidad ha sido con un sinfín de negocios de fábula que nunca terminaron bien. Edi Torquemada y Rodolfo Caterina (Diatriba rústica para faraones muertos, Edi y Rudy, De cómo este animal…), resumen muy bien mis fracasos como emprendedor. Son el par de seres más imbéciles de este planeta, pero no por ello dejan de intentar nuevos negocios, cada vez más estúpidos, cada vez más peligrosos para la sociedad y para ellos mismos. Los amo porque, aun cuando siempre terminan mal, siguen y siguen. La enfermedad, en esto, ha sido una bendición para mí: estar cuatro de siete días en cama y los otros tres no siempre muy dispuesto, me han frenado en mis afanes empresariales. De otra manera, actualmente con seguridad me verían durmiendo debajo de un puente. Mi querido Manolo Domínguez, que es un grandísimo actor pero hizo un terrible Edi Torquemada, decía que este par de granujas representan al “súpermexicano”, en alusión obvia y paródica del “superhombre” nietzscheano. La idea es bonita.

Jaimito y Edi y Rudy se parecen a mí, pero Demetrius (Demetrius o de la caducidad) es el vivo retrato de su padre. Si los hijos que cité antes tienen algo o mucho de mí, Demetrius me resume en plenitud a mis cuarenta años, más o menos por las fechas en las que lo concebí. Me resume tanto y tan bien que no sé ni por dónde comenzar y si hay manera de llegar a un último término: mi incapacidad para formar una familia más o menos funcional, esa estúpida arrogancia con la que ando por el mundo, mis genes torcidos que solo crean engendros, de papel, pero engendros al fin. También está mi disposición natural a ponerme en situaciones en las que soy estafado o vilmente traicionado, mi falta absoluta de ambiciones. Demetrius me define en la forma, pero más claramente en el tamaño: soy pequeño, muy pequeño.

Aunque en todos mis personajes masculinos hay algo de mí, es en estos cuatro en quienes encuentro trazos con las líneas más largas y nítidas. Claro que el Desarrollador inmobiliario de Civilización tiene mi socarronería y Chato Maquensi (Chato, la serie), es una gran construcción de esos pequeños detalles que llenan mi día a día, y el enamorado sin nombre de De Bestias, creaturas y perras resume fielmente cómo veía mi mundo cuando mi enfermedad se hizo irreversible y aún no la asumía ni había aprendido a quererla. Pero los cuatro mayores hablan de mí en un largo plazo, me retratan más de cuerpo entero, con las precisiones que ya di.

De las mujeres, qué decir. La mayor parte de mis personajes son mujeres, y casi todas, por lo menos las que valen la pena, están construidas en mujeres que amé y admiré y, en algunos casos que amo y admiro. Mi querido amigo y gran poeta León Plascencia Ñol, que ha pasado más o menos las mismas en estas cosas del amor, convino conmigo que para poder establecer una numeralia clara, es necesario establecer parámetros, así, determinamos que para decir que una mujer fue “mi mujer”, con toda la deliciosa testosterona que implica el posesivo, para considerarla así debimos haber vivido con ella por lo menos un año. Siguiendo estos parámetros, yo “he tenido” seis mujeres. No es algo para presumir, es solo la demostración numérica de mi fracaso en las relaciones. Seis. A todas las amé, algunas, ya terminada la relación, siguen siendo mi familia, y a las menos les escribí su obra. La más cabrona de las sin nombre de Las chicas del Tres y media Floppies es demasiado Bruna como para negarlo. La exesposa bribona e impredecible de Chato Maquensi es, obviamente, Alejandra Serrano. A Laura le he escrito más de las dos obras que ella cree. No voy a decir aquí cuáles son porque el asunto está demasiado fresco y corro riesgos. Graves riesgos. A Carolina la amé y ahora es una hermana distante, pero no le escribí nada. Seguramente algunos poemitas y cuentos, pero no le tocó su obra y me siento en deuda por ello.

Por seguir con las mujeres, en Los restos de la nectarina aparece una madre desgraciada y tres hermanas, dos gordas y una flaca. Esas son mi mamá, que en paz descanse o como se acostumbre decir, y mis tres hermanas, de las cuales Viqui ya murió también. La flaca es Luly, mi hermana menor. Ella tiene un trabajo quijotesco: recorre cada semana Centroamérica haciendo un trabajo que ni Sísifo bien pedo agarraría: intenta combatir la trata humana. Ella es mi gran orgullo, pero salvo esa primera obra, en la que algo aparece y parece, siento que le debo su obra.

Para ser un autor que se considera clasicista y formalista, descubro que he confiado mucho en quienes conozco para estructurar mis personajes, no solo eso, por más que quiero ver en el personaje una idea y no el retrato de un ser humano, como Balzac los he llegado a considerar amigos personales, y más aún, sustitutos de esos hijos que nunca tuve. He dicho más de una vez que no es que odie al ser humano, que lo que no le tengo es respeto. Lo sostengo. No imagino cómo puede alguien ser dramaturgo respetando en el papel las miserias de la carne. A quienes amo y respeto es a mis perros. Durante años fueron mi gran amor y compañía. Muchos ya murieron, otros andan regados por ahí porque los doctores dicen que no puedo vivir con ellos. Y deben tener razón: son adorables pero sucios y apestosos. Los nombres de casi todos mis perros se los puse a algunos de mis personajes, solo los nombres y acaso alguno de sus rasgos. Es solo un pequeño homenaje a quienes me hicieron feliz después que la humanidad se declaró incompetente en el tema.


*Para quienes lo notaron: firmo esta nota como “Lic.”, solo para presumir que hoy me entregaron mi título. Putos.

martes, 2 de agosto de 2016

El teatro narrado ha muerto. ¿En serio?

Segunda parte

Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Antes de entrar en materia, explico por qué prefiero el término de teatro narrado al de “narraturgia”. En primer lugar, porque el término “narraturgia” es muy baboso y muy oportunista, parece que quiere vender un champú como el de “LEGOM” parece marca de chorizos. Queriendo inventar terminajos, el pendejazo que acuña el término, ni siquiera respeta la etimología, pues narraturgia significaría algo así como “el trabajo de narrar”, algo que hacen muchos, como los novelistas, y más aún, ya respetando el griego clásico (“narrar” está en español), en tal caso se diría algo así como apeleturgia. Y “teatro narrado” me gusta, pues además de reconocer la frontalidad de los ejecutantes, habla de eso que pasa en el escenario con los demás discursos que conviven en él, ya que la presencia del narrador totaliza algunos de estos discursos o a todos, llegando a sustituir el aparato escénico y hasta las formas que entendemos de actuar y plantear el espectáculo.

Ahora sí, vámonos para Pegueros.

Quedamos en que la aparición del antagonista, o para ser más precisos, su separación del coro, abre de golpe y porrazo una nueva convención que inventa mucho de lo que entendemos ahora del teatro. Esto no implica en su momento que la convención narrativa desaparezca de los escenarios. De hecho, el mismo teatro griego nunca deja de narrar del todo, y la función del coro a veces está en la convención dialogada, a veces el coro narra, y algunas otras, ni fu ni fa, sino que no le habla ni a los personajes ni al público, y más bien ejecuta algo extraño como un “polílogo” interior. Con el tiempo, en toda la historia del teatro seguiremos viendo convenciones narradas que se insertan en la dialogada, o mejor dicho, que rompen alguna de esas siete convenciones que englobamos en el singular de “convención dialogada”. Esto pasa, por ejemplo, en los “apartes” del teatro clásico, donde el personaje se sale de la convención y entra a nuestro mundo para dar apuntes de situación.

El medio teatral mexicano siempre ha sido extremadamente reaccionario en cuanto al teatro y la estética se refiere. De alguna manera el teatrero nacional vive a su modo la paradoja del siglo veinte del teatro: mientras el teatro es, entre todas las artes, la que más y más frecuentemente exige novedad, fue a la que más trabajo le costó separarse del realismo cuando irrumpieron las vanguardias. Será por eso, será por mera ignorancia, el teatro narrado fue tolerado en nuestro país mientras no rebasara las convenciones, ya no las del teatro, sino las decimonónicas de reconocer a un público caracterizado, o cuando estaba dirigido a una minoría ilustrada apenas más allá del ambiente académico.

Y así como los teatreros, sobre todo los viejos, se muestran reacios al teatro narrado, al público le importa un carajo si se narra se dialoga o se hace de todo, mientras el espectáculo le haga sentido. Entre bromas y veras, Alejandro Ricaño afirma que el teatro narrado es como un cuenta cuentos pero que no necesariamente tiene un actor. Algo tendrá de razón.


Entonces, llamamos “teatro narrado” a todo aquel teatro que rompe por lo menos alguna de las siete convenciones del teatro dialogado. Punto. Yo digo, pero eso es algo que supongo se debe a mi edad, digo que de esas convenciones, hay tres que debemos mantener para seguirlo llamando teatro, la ruptura total o totalizante de cualquiera de estas tres ya lleva al espectáculo a la bolsa de las teatralidades, en la que se mezclaría hasta con la sonrisa que esboza la cabrona de la tortillería cuando me roba con el cambio. Las tres convenciones son: otro tiempo, otro lugar, otra persona. Lo que está pasando es en otra parte, en otro tiempo y el que está arriba no es un actor rata y muerto de hambre que me vendió un boleto piratón sino ni más ni menos que el mero Príncipe de Dinamarca. Si me vas a contar tu vida “como ciudadano” desde una sillita, más allá de que sea interesante —que casi nunca lo es—, y crees que por eso estás haciendo teatro, allá tú.

A mí me gusta mucho la efectividad de un modelo que no inventé pero me imitan mucho, uno que tomé del cómic. Del cómic me encanta cómo mete rápido en situación con texto en recuadro y entra de cara al conflicto. Aunque esto no se puede usar literalmente como en el cómic, resuelve uno de los mayores problemas que tuve siempre con la estructura del conflicto, pues siempre pensé que de todo el conflicto, la parte más eficiente para contar una historia es el nudo, y la presentación y el desenlace de la secuencia son demasiado torpes. Mezclando narrador y diálogo, pues, trato de evitar las torpezas de la presentación y el desenlace, planteando y saliendo en una o dos líneas directas. Eso lo hago todavía muy burdo en Sensacional de maricones y lo he ido repitiendo e intentando afinar en unas veinte obras de ochenta que he escrito.

Cuando atacan al teatro narrado (algo que solo me pasa en México de manera consistente), siento que se dirigen al término como si se tratara de una religión de moda, una religión de moda como la del “teatro expandido”. Creo que las herramientas narrativas son solo eso, un herramental que permite jugar con la forma y modelar un mejor espectáculo teatral. Siento que Édgar Chías, hace quince años, si lo llegó a tomar como una religión, pero para ser ciertos, como con todos, la mayoría de sus obras son dialogadas y nuestro querido autor oriental se ha dedicado a profesar muchas religiones teatrales en este tiempo. Pero si el teatro narrado fuera una religión de moda en este país, Edgar Chías sería uno de sus apóstoles, junto con Luis Mario Moncada y Boris Schoemann. De Luis Mario Moncada, ya he dicho en otras partes cómo me marcó en su artista adolescente ese primer momento en el que el personaje termina su diálogo y lo acota, rompiendo con un mazo el cristal de la convención dialogada. Boris Schoemann vendría siendo más propiamente a nuestro teatro lo que San Patricio al cristianismo en Irlanda. Durante años ha traducido, dirigido, promovido y presentado textos de autores francófonos, incluyendo, obviamente, a cualquiera que levante la mano en la región quebecuá, autores que tienen cierta debilidad por la convención narrativa y que la han sabido desarrollar.


Hasta aquí con el teatro narrado. El problema de declararlo muerto que nos trajo hasta aquí, creo que tiene que ver más con ignorancia y una actitud reaccionaria, las que siempre van de la mano. Teatro narrado siempre ha habido, lo único que pasa es que ahora, en nuestro país, y mucho más tarde que en otros lares, nos pusimos a jugar con este Lego teatral, algunos tendrán más talento o menos, otros tino, otros capacidad plástica al momento de estructurar. Otros simplemente, como siempre ha pasado también con el teatro dialogado, se dedicarán a imitar torpemente a quienes sí se preguntan el sentido de la cosa. Querido lector, estas son las viñas del Señor, y allá en la troje acabo de ver a tres cabrones como muertos.

lunes, 1 de agosto de 2016

El teatro narrado ha muerto. ¿En serio?

Primera parte


Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Yo pensaba, ingenuo como soy, que una regla no escrita en las redes sociales dictaba que se pueden decir todas las pendejadas que se quieran, de manera inmediata e irresponsable, mientras no se tocaran temas realmente serios. Pero no. De hecho, los temas serios son los que más acostumbran acometer las hordas feisbuqueanas del teatro nacional. Así, vuelvo a encontrarme con el disparate de anunciar la muerte del teatro narrado. Ahora lo avienta —otra vez— un querido amigo mío que ama la diatriba y supongo que tiene la tarea de embarcarme en esas discusiones pendejas que se dan en la red y no tienen final ni ganancia posible, pues no presumen una sola regla de honor: se puede lanzar con toda impunidad cualquier argumento, por más ridículo que este sea, no tienen un frente de batalla definido pues en cualquier momento entran nuevos jugadores, muchos de ellos anónimos, a soltar mandarriazos por la espalda y, para colmo, cuando el jugador que ha propuesto el tema se siente amenazado, simplemente borra la “publicación”, y se regresa a rascarse muy orondo las pelotas.

Tan irresponsable es decir que el teatro narrado ha muerto, como lo era cuando muchos presumían que el teatro dialogado era amor de muy ayeres. Antes de que el teatro fuera “teatro” en Occidente, era narrado, es decir, alguien que no pretendía ser otro ni estar en otro tiempo y lugar, se plantaba frente a una comunidad y de manera frontal le contaba una historia a ese grupo que lo miraba (centro de atención). En términos puros y duros, eso era lo que ahora llamamos teatro narrado en su forma más cerrada: se caracterizaba por dirigirse directamente al público (frontalización), contaba una historia en pasado, sin pretender “traerla” al “está pasando” y, como ya dijimos, relacionado con todo esto, no había intento de decir yo soy otro (personificación) ni se pretendía que eso estaba pasando en otro lugar y otro tiempo. Esto lo hacían los aedos, cuando recitaban epopeyas, y lo hacía el ditirambo, en el que se avanza hacia la tragedia pues ya tenemos más “actores”, se aporta algo que ver, con la complejidad visual que suponen las coreografías y, sobre todo, hay una selección de hechos: ya no se intenta platicar por capítulos toda la guerra de Troya, por ejemplo, sino que se escoge un personaje-línea de acción, lo que irá acomodando el relato a los tiempos del espectáculo e irá modelando las estructuras del relato para la escena.

Esto funcionó en la Grecia clásica por mucho, pero mucho tiempo. Todo iba bien hasta que apareció el diálogo. Y con el diálogo todo lo anterior se fue a la mierda. La gente común no se da cuenta de esto, pero el teatro dialogado es uno de los inventos más importantes para la humanidad. Como llevamos dos mil quinientos años haciendo teatro dialogado (y todo lo que se derivó de él), lo damos por sentado, pero en tiempos de Esquilo debió ser una verdadera bomba. Hoy por hoy, si reunimos lo que representan en términos económicos todas las industrias que derivaron de este teatro o se basan en él, estamos hablando de una industria casi tan grande como la armamentista o la de los cosméticos, por ejemplo.

Yo digo que todo esto comenzó con un momento mágico, en un movimiento sencillo, en el que el protagonista, por primera vez, deja de ver hacia el público, y da un giro de noventa grados en el sentido de las manecillas del reloj y ve a los ojos al antagonista. Buuum, putos. Requete buuum. A partir de ahí, la historia de Occidente ya no sería, pero ni por mucho, la misma. Con este movimiento nace lo que ahora entendemos como escena, nace lo que entendemos por diálogo, en términos del espectáculo, nace el eje de relación antagónica que definirá por más de dos mil años la construcción del personaje y solo con pequeños ajustes brincará hacia el modelo naturalista. Y nació el teatro, bitches.

El tema es demasiado largo, y ya me pasé de palabras, le seguimos mañana.


Estrambote


Para deleite de los expandidos hay que decir que mientras a la tragedia solo asistía en Atenas menos del 10% de la población y durante ciertas fiestas, en la plaza, el otro noventa se deleitaba con los mimos callejeros, de los que no nos quedan muchas referencias escritas. Y para ser justos, el teatro de calle es la única tradición teatral que tiene dos mil quinientos años, realmente ininterrumpidos, en Occidente. El teatro-teatro, se pierde durante largos periodos, y para renacer siempre recurre a dos fuentes: la tradición escrita del teatro clásico, y los haceres, siempre presentes, del teatro de calle.