lunes, 26 de diciembre de 2016

En defensa de la Navidad

Solo por eso no he cerrado mi cuenta de féisbuc. Con todo y todo, sigue siendo una hermosa vitrina de la imbecilidad humana. Si no fuera por el féisbuc, yo seguiría conservando ese pequeñísimo porcentaje de respeto que le tenía al hombre. Y los memes de Yon Travolta. Esos son buenos.

Por estas fechas, corre en la red una grata forma de estulticia, que al mostrarse echa a andar a los pastores, en bola y sin la mínima ortografía, hacia el lado contrario de Belén. Basta que alguien pregunte en cómo puede hacer para desterrar de sus hijos la idea fanática de la Navidad, para que se suelte la horda de imbéciles a escupir sobre los pesebres y los santacloses. Todo esto bajo la premisa generalizada de que el pensamiento mágico es una plaga para la humanidad. Así, de repente, la Navidad es causante de las hambrunas en Somalia, los muertos en Siria, la emasculación femenina en Burundi, y así.

Habrá, pues, que ser tarado, para atribuir todo lo malo de este mundo al pensamiento mágico y todo lo bueno al pensamiento estrictamente científico (y en esta queja ignoro, que por ahora no viene al caso, la forma más pura de pensamiento: el poético). Celebrar la Navidad no mata a las personas, quienes las matan son otras personas y algunas gripas. El ser humano lo mismo recurre al pensamiento mágico que al científico para joder a quien se deje. Más aún, queridos babosos del féisbuc: la misma ciencia está plagada de pensamiento mágico. La materia oscura, verbigracia, tiene tanto de ciencia como rezarle a un perro con cabeza de marrano y cola de mapache.

Entiendo que todos brinquen con entusiasmo al llamado contra la Navidad. No solo por su estupidez congénita, que no es nada nueva y cualquier post en el féisbuc les basta para mostrarse inmediatos en todo su esplendor. Motivos particulares habrá muchos: desde esa sensación de sentirse inteligentes al opinar sobre una idea que consideran probadísima, como que criticar la Navidad por su sustrato fanático o por su naturaleza consumista, al final del día les ahorra mucho en regalos para sus hijos. Pinches marros. ¿En serio creen que sus hijos van a ser más felices tragándose una Maruchan el veinticinco después de haberles explicado la historia del Santaclós y la Coca-cola? De nuevo: pinches marros.


Me encanta la Navidad. Me encanta cuando el vecino se toma unos ponches y, apoyado por su nuevo caraoque, deleita a todo el edificio con sus villancicos. Me encanta cuando se echa unos ponches más y se madrea a la borracha de su vieja por criticarle la entonación. Me encanta cuando el vecino de plano cae rendido por el alcohol y la mujer va de regreso y se lo surte con el palote de amasar. Me encanta cuando el vecino, a fuerza de chingadazos se levanta de regreso y ahí sí se arma la campal. Me encanta cuando llega la patrulla y todos los otros vecinos gritamos incoherencias sobre el respeto a no sé qué género y los polis se los tratan de llevar a la delegación y la vecina araña al poli más morenito y al final se va la patrulla y el vecino nos deleita con un último villancico pero ahora sí, a todo volumen. La otra opción es que en esas fechas estuvieran, vecino y vecina, viendo en la televisión por cable alguna serie muy aburrida y a las once se voltearan a ver muy rutinarios, apagaran la luz y la tele, y se comenzaran a desvestir y tocar sin muchos ánimos. Eso no.

Estrambote

Esta Navidad fue linda para mí. Me visitaron mis hermanas. Lourdes me regaló otro ángel de barro (el año pasado me había regalado uno pero más pequeño), un envase de arequipe (la cajeta colombiana), abierto. También me regaló un lindo nacimiento guatemalteco en miniatura, con un Niño Dios Guatemalteco, una Virgen María guatemalteca, un San José guatemalteco, tres Reyes magos guatemaltecos y dos animalitos, supongo que también guatemaltecos. Mi hermana Ani y Alejandra, mi sobrina, después de aclarar que era de parte de toda la familia Duboise, me rindieron con unos maravillosos tapetes de silicón para el horno y una cantimplora de uso militar a la que todavía no le encuentro uso. Lourdes dejó hasta el final el mejor regalo: una cebra de madera, horrible, que compró en Colombia. Y comimos. Comimos antojitos mexicanos hasta que se nos salieron las garnachas por las orejas. Eso solamente en Nochebuena.


El domingo de Navidad estuvo a la altura de la noche anterior. En esta casa en la que solo entran y salen mujeres, se extraña todo el año el ambiente netamente masculino, así: cabrón, vulgar, bien macho. Ya idas corriendo a Oaxaca mis hermanas, recibí la visita de Alejandro Ricaño y el joven Juan Manuel Hidalgo. Cominos y platicamos. Si ustedes están pensando que estas tres mentes brillantes discutieron sobre los asuntos más peliagudos de la poesía dramática, pues ni madres, ya dije que somos bien machos: estuvimos gritando frente a la televisión durante tres horas de partido de americano y nos volvimos locos cuando el Big Ben, faltando un minuto con diecinueve del último cuarto, recorrió noventa yardas para voltear el marcador y meter a los acereros en la postemporada. Adoro la Navidad. 

domingo, 18 de diciembre de 2016

Mariana Hartasánchez y el error de Mr. Brigth

A Juan Preciado le dijeron que en Comala vivía su padre, y ahí va de pendejo. Algo así me pasó. Alejandra Serrano me juró que Mr. Brigth era el mejor texto de Mariana Hartasánchez y, aunque no me gusta ir al foro en el que se presentaba, le creí a la Serrano y quería ver una sonrisa que para mí es infinita (no la de la Hartasánchez, obviamente tampoco la de la Serrano).

Mariana Hartasánchez es una actriz y cantante fuera de serie, cuando cae en manos de un director solvente es memorable, cuando se dirige a sí misma, lleva sus recursos a exageraciones simplonas y los repite y repite y repite y repite. Y el texto, el texto es de Mariana Hartasánchez.

Cuando Alejandra Serrano me explicó que esta obra es parte de una serie de diez de corte policiaco, me sonó a algo conocido, pero sigo sin saber exactamente por qué. La obra pretende, pues, encuadrarse en el género negro, se anuncia como un asunto detectivesco, de época, sobre los feminicidios. La acción detectivesca, como tal, recorre menos de la quinta parte del relato, y aun cuando pretende resignificar lo que lo era detectivesco en algunas forzadas analepsis, los recursos, en general, están tan sometidos a la gratuidad inmediata que no resignifican nada.

El texto, construido como una serie de ocurrencias estrambóticas, más o menos ligadas en un hilo argumental, echa agua por todas partes. La protagonista no evoluciona hacia ninguna parte, su “ser” se queda en la presentación, porque no es tocado ni sometido a riesgos reales. Al personaje hay que herirlo, herirlo todo el tiempo, ponerlo en situaciones de riesgo que vayan erosionando su identidad hasta romperla. El accidente y la ocurrencia fuera de una línea causal no hieren, no erosionan. La anécdota es un pegote de situaciones que lo mismo están en un extraño pueblo selvático argentino, un ambiente académico machista de los años cincuenta en la UNAM, o la oficina de un productor extranjero de documentales y películas Serie B. Toda la historia, pues, parece ocurrir en la mente de un hebefrénico que no tiene demasiado contacto con la realidad: si recorres desde Buenos Aires mil ochocientos quilómetros hasta una zona amazónica, ya no estás en la Argentina desde hace más de quinientos quilómetros. Si pretendes poner un tronco para cruzar un río, en esa colina que después recorrerá tu perro para traer a tu marido muerto, como menos necesitarías un tronco de más de setenta metros (menos que eso, no sería colina, o podrías cruzar caminando el río). Convencer a una secretaria de que te deje entrar a la impenetrable oficina de Mr. Brigth con un cuentito espiritista, es un una ocurrencia, no un mecanismo.

Si la obra no es detectivesca, no es más que de repente “negra” y muy poquito, no resiste a un análisis de época, verbigracia: las formas de organización de las feministas que presenta y sus acciones son más de nuestros tiempos y en un ambiente académico que suena más a una universidad del Este de los Estados Unidos, y más que un lenguaje de época, el de la autora suena demasiado a diccionario. De hecho, el texto como tal, es duro y frío. Recurre a una retórica de lenguaje más propia de algo para ser leído que para ser cantado.

Mariana Hartasánchez, a pesar de todo esto, me sigue pareciendo un talento fuera de serie, como actriz, como cantante, como escritora. Un talento que necesita revisarse a sí mismo, verse hacia adentro y establecer maneras de categorizar la realidad, su realidad, para entonces ya nombrarla. Sigo creyendo que ella puede darnos una de las obras más brillantes de nuestra dramaturgia, ahí están las piezas, solo que siempre están desordenadas y sin dimensión. Me queda en ella siempre la sensación de que hizo lo más difícil, y lo más elemental se le presenta imposible.

Con todo y todo, valió la pena ir al teatro. Hasta en su peor presentación, siempre paga el boleto ver a la Hartasánchez en la escena, y a la entrada del teatro, me encontré con esa sonrisa que me llena de luz. Fue solo un instante, un reflejo, pero me hizo el día.





Estrambote


Para esa panda de babosas y babosos que andan por ahí cazando cualquier error discursivo para indignarse por la misoginia, les tengo un cliente. Por qué Mariana Hartasánchez, que en Mr. Brigth apela a la misoginia más boba (que no por irse justificando a cada frase en lo evidente deja de ser absolutamente misógina en lo general del discurso), por qué a ella no le cierran sus funciones con máscaras de Miqui Maus o las que ahora usen. ¿Es válido para ustedas y ustedes decir que si le das una formación universitaria a una indígena sudamericana se convertirá en activista o activisto del feminismo y, ya activista o activisto del feminismo, lesbiana descocada, todo esto solamente porque lo firma una mujer? Por qué se indignan cuando Alejandro Ricaño hace un comentario justo y bienintencionado sobre la maternidad, por qué cuando Adrián Vázquez expone de manera puntual la explotación de la mujer en la industria del porno. ¿Es porque ellos ejecutan de manera correcta la comedia? Señoras y señores, babosas y babosos, que andan por ahí queriendo defender a la mujer, las redes se equivocaron al llamarlas y llamarlos feminazis, porque ustedes tienen menos sentido del humor e inteligencia que un enfurecido agente de las SS, en tal caso, deberían llamarlas y llamarlos femisoviets. Y, claro está, deberían tomar un puto curso de redacción.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Oración fúnebre por Luis Alberto Arellano

Dios mío.
Si te ibas a llevar a alguien.
Por qué no fue a Jaime Chabaud.
A Enrique Olmos.
A todos los teatreros expandidos.
Ahí estaba, al tiro, Tadeus Argüello.
Y Uriel Bravo.
La Rox, que está muy flaca.
El Negro Rendón, que no hace nada.
A Leslie Dolejal, que es un baboso.
A mi hermano Gerardo, que es otro gusano.
Pero te llevaste a mi gordo, y no lo soporto, porque todos me marcan como si fuera yo la puta viuda.
Y en el féibuc ya no hablan de la chiva ni de esa que se madrearon en la moto.
Todos dicen que murió un gran poeta.
Y pegan algunos de sus versos, los que les parecen convenientes.
Yo sé que era un poeta.
Recuerdo que lo hacía, y que lo hacía bien.
Pero no recuerdo ninguno de sus versos.
Aunque sé que sería un bonito gesto.
Pegarlos en mi muro.
Con una carita triste o alguna otra ingeniosa pendejada.
Pero no.
Trato de recordarlo como si fuera algo lejano.
Como si no fuera yo el que ahora está bien muerto.
Y lo veo riendo.
Y recuerdo cuando abríamos una cerveza de más con don Amado para nuestro amigo Gonzalo Rojas.
Pero sus versos no.
Y su sonido.
No recuerdo a qué sonaban sus versos, pero sí recuerdo a qué sonaba el gordo.
Y todos dicen que dejó un gran hueco.
Y dejo de llorar un rato y me río.
Porque pienso que lo dicen sin otra intención.
Porque es lo que se acostumbra cuando muere alguien valioso.
Y la gente es muy pendeja.
Yo creo que tenía muchos amigos, porque todos dicen que murió su amigo el poeta bla bla bla y los otros todos les dan el pésame.
Y las caritas tristes. Claro. Las putas caritas tristes.
Que de todos modos no suenan a nada.
Porque lo que más extraño es su sonido.
Hasta hoy me doy cuenta de lo ruidoso que era.
Y sigue sonando el teléfono y les sigo colgando y mi gordo sigue haciendo ruido.
De parte del gordo les quiero decir: váyanse a la verga todos.

Pero no, mejor les cuelgo.

Aviso importante para la comunidad, referente a la muerte de un poeta

El poeta Luis Alberto Arellano murió esta tarde.
Lo conocí muy poco, pero lo conocí.
Fuimos juntos a algunas marchas.
Entramos juntos a uno que otro proyecto ridículo.
Editamos algunos libros juntos.
Nos cogimos más de una vez a la misma vieja.
A veces él primero, a veces yo después.
Cuando lo conocí él tenía 18, yo 25, como en una historia de amor.
Algunos de mis gestos, muchas de mis palabras, casi toda mi arrogancia y mi cinismo, los tomé de él.
Sin que se diera cuenta, claro.
Y aunque no fuimos muy cercanos, yo siempre presumí que era mi amigo.
Lo consideraba una parte de mí.
Pero se fue.
En este momento pienso que lo hizo para molestarme, no sé ni por qué.
Eso pienso.
Siento que se fue una parte de mí.
Siento que acabo de perder ciento sesenta quilos.
Mis mejores ciento sesenta quilos.
Los únicos que valían la pena.
Adiós poeta.
Acá nos quedamos los legos.


Mi gordo.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Agradable cena brasileña con barco y Simonari

Era mi cuarta cita conseguida por Tínder.
Las otras tres habían sido más o menos la misma mierda.
Esta era otra cosa.
Desde que ella entró al restaurante supe que algo estaba mal.
Se llamaba Perla.
Y estaba veintinueve veces más buena que en su perfil.
Yo había llegado con tiempo y ya iba para mi tercera caipiriña.
Saludó cortésmente y después de las preguntas de rigor dijo algo amable sobre el lugar.
Algo amable que me dejó claro que escogí una mierda de restaurante brasileño.
Y el tema del Simonari.
Y el tema del Simonari.
Pero eso fue mientras se sentaba.
Bueno.
Apenas estábamos en esas cuando entró la llamada.
Tómala.
Le dije con un gesto.
Ni modo.
Hasta mi puesto se escuchaba todo del celular.
Se escuchaba todo y se entendía casi todo.
Pero me hice el occidental y ella se sintió libre para hablar.
O eso suponía yo.
¿Estás con él?
Sí. Estoy con él. Por favor, respétame. Recuerda que tienes que respetarme. ¿Entiendes eso, insecto?
Perla. Perla. Solo… solo quería decir que… solo quería decir que si esto… si esto sigue así, voy a matar a mi madre.
Así le dijo:
Voy a matar a mi madre. Te juro que voy a matarla, voy a abrirla en dos con uno de tus cuchillos, le voy a sacar las tripas y voy a usar la tripa más larga para amarrar un barco. Eso voy a hacer.
Nico, ¿cuándo tienes tu cita?
Pronto.
Creo que urge.
La tengo el jueves. ¿Ya? Deja de estar jodiendo. La tengo el jueves a las cinco y media.
Voy a hablar con el doctor, voy a tratar de adelantarla.
No se puede. No se puede. Ya le pregunté. Ya le pregunté y no puede porque a las cinco de la tarde va a estar salvando vidas o una mierda así.
Voy a hablar con él.
No te va a hacer caso.
Voy a cambiar tu cita para mañana a las cuatro, ¿te parece bien?
¿Qué vas a hacer? ¿Piensas cogértelo?
No. Le voy a explicar claramente tu condición. Le voy a explicar lo que parece ser que el ajuste de tu dosis no está funcionando. Tú sabes que es eso, que la nueva dosis no está funcionando, yo sabía que era una verdadera pendejada eso de ajustar la dosis, eso de cambiar de doctor…
¿De qué hablas?
Te explico, claramente, sin afán de confrontación, que tu médico…
No me cambies el tema. Te estoy preguntando si te vas a coger al imbécil con el que estás cenando.
Nico. Te voy a pedir amablemente, que seas más preciso en tu forma de hablar. Debes cuidar bien el sujeto. Si preguntas así, parece que el sujeto, al que me voy a coger, es al médico, no a este imbécil.
Yo le di un trago a mi caipiriña y le sonreí. No soy muy sensible. Ella sonrió, con una sonrisa más fría que la puta caipiriña.
Pero tenía buenas tetas.
Les juro que no era muy guapa, pero tenía unas tetas de miedo.
Y ese aire de hija de puta que te la pone dura con un movimiento de cejas.
Después de… después de que termines… después de que termines de darme tus putas clases de gramática, ¿te piensas coger al sujeto con el que estás cenando?
No, imbécil. Solo lo invité para cenar gratis en un restaurante de bufet brasileño. Mañana voy a ligar a un jodido trailero para que me invite unas costillas barbiquiú con música countri…
Yo volví a sonreír. Creo que hasta levanté mi caipiriña, como si brindara.
La verdad es que yo había recomendado el restaurante.
No pensé que la nena iba a llegar vestida en un Simonari de tres mil dólares a rayas negras y blancas y que me iba a aclarar, apenas cuando se sentó:
Espero que no se me rasgue con estas sillas, es un Simonari de tres mil dólares y apenas lo estoy estrenando.
Yo no sabía lo que era un Simonari.
Ahora lo sé.
Y les puedo decir que ese tipo, ese Ernesto Simonari, sí que sabe cómo tratar las tetas de una mujer.
Mientras tanto, yo le di el último jalón a mi caipiriña.
Estaba medio nervioso.
Me habían tocado otras citas más o menos jodidas.
Normalmente, el que estaba fuera de lugar era yo.
Demasiado elegante en un sitio de mierda con una mujer que bien podría ser mi chacha.
Así era casi siempre.
Pero ahora, ahora parecía que Perla me entrevistaba para darme el puesto de chofer.
Y la entrevista no iba bien.
Por eso pensé:
Qué bueno que no soy chofer. Qué bueno que no le estoy pidiendo empleo. Qué bueno que le estoy viendo las tetas por debajo de su sedoso y delgadísimo Simonari y al rato me la voy a estar picando con el puto Simonari hecho bolas al pie de la cama. Qué bueno, porque si mi vida dependiera de este empleo de chofer, yo, mi mujer de chofer y mis cuatro hijos de chofer, estaríamos totalmente jodidos.
Ella siguió hablando:
Claro que me lo voy a coger.
Y ahora, ella sonrió.
Fue demasiado rápido.
Una sonrisa leve, de un instante nada más.
Pero, ¿saben qué? Fue dulce.
Por unas cuantas millonésimas de segundo vi su dulzura.
Vi que debajo de ese Simonari.
Más allá de sus grandes y perfectas tetas.
Debajo de esa cabrona insensible.
Estaba una niña tierna, dulce. Insegura.
Y se me paró.
Ella podría hablar toda la noche por teléfono con todos los putos locos celosos del país.
Y podría explicarles, con todo detalle, que yo era una basurita en su hombro.
Ya no me importaba, porque en dos horas, después de empacarme en la barra de ensaladas, después de haber jodido al mesero con que trajera la maldita espada de picaña hasta que se viera el metal grasoso, después de eso, Perla iba a ser mi perrita y yo iba a ser su macho proveedor de placer. Y ella se iba a derretir ante mi pecho bien peludo.
Sí, señor.
Nico, ¿serías tan amable de permitirnos cenar? Creo que mi amigo está ansioso por irse a servir sus ensaladas.
Sonreí y dejé mi plato donde estaba.
Le hice la seña de:
Nooo.
No hay problema.
Arregla todo lo que tengas que arreglar.
Yo mientras me echo otras caipiriñas.
Dicen que las de frambuesa y quigüi no tienen perdón de Dios.
Esa seña le hice.
Más o menos.
Perla. Solo te quería decir, perdón, que eres una puta.
Sí, lo sé. Ya descansa. Mañana vamos a…
Perla, tú sabes lo que le pasó a mi papá.
Lo sé. Lo sé.
Él no se merecía eso.
Lo sé. Nico.
Te juro que la voy a matar y voy a amarrar ese puto barco.
Con una mierda, Nico. ¿A qué hora voy a terminar de cenar si no dejas que comience?
Lo vi desde que llegó.
A quién viste.
Al pendejo de la camisa de caracolitos.
Yo traía una camisa de caracolitos.
Quise intervenir en la plática:
Pregúntale de qué color.
Pero me callé a tiempo.
De qué estás hablando. Nico. De qué mierdas estás hablando. Dime dónde estás. No me digas que… ¿Otra vez? ¿En qué habíamos quedado? ¿Estás afuera?
No.
Dónde estás.
No te lo puedo decir.
Nico, si salgo y estás escondido detrás de un carro o algo así…
Que no.
Dónde mierdas estás.
Que no te lo… que no te lo… estoy en casa de mamá. ¿Está bien? Estoy en casa de mamá. Estoy en la cocina. Saqué un paquete de bisteces de la congeladora. Quería cortarlo. Me iba a hacer yo solo mi comida brasileña. Y agarré… y agarré el cuchillo y pensé en hablarte. Eso es todo.
Nico, deja ese cuchillo. Deja ese puto cuchillo. Recuerda lo de la condicional y las armas. Tú sabes que no puedes usar un cuchillo ni para embarrarle mayonesa a un pan bimbo.
Ya lo dejé. Solo que tenía hambre.
Dónde está Dolores.
Arriba, en su cuarto, está dormida. Creo que no me escuchó.
¿Es necesario que le hable y le pida que salte por la ventana o algo así?
No, no, cómo crees. Yo solo quería cenar.
Y mientras querías cenar se te ocurrió que ibas a partir en dos a Dolores y con sus tripas ibas amarrar un barco.
¿De qué hablas? ¿De dónde sacaste esa mamada del barco? ¿El imbécil de la camisa de caracolitos es marinero o algo así?
Nico. Deja ese puto cuchillo que ya quiero cenar. Permíteme.
Y aquí pasó algo mágico.
Perla se alejó el celular y me dirigió la palabra, como si yo realmente  existiera.
¿Podrías irme sirviendo ensalada? ¿Y unas papas? De esas chiquitas, como adobadas. No de las verdes.
Yo estuve diez años casado.
Yo sé lo que es recibir órdenes.
Pero, señores, esta mujer, tenía estilo.
No eran sus palabras.
No eran solamente las palabras, era su entonación, la manera en la que ejecutaba los movimientos.
Esa mujer nació para mandar.
Sí, señor.
¿De las verdes no?
No. De las otras. Gracias.
Y ese último “gracias” fue un: “mueve el culo pinche huevón que ya tengo hambre”.
Fue eso, pero con la fría amabilidad de una princesa.
Me gusta tu estilo.
Le dije al levantarme de la mesa con su plato.
Me gusta tu estilo.
Eso fue lo que se me ocurrió.
Me gusta tu estilo.
Si seré idiota.
Me gusta tu estilo mientras meneaba el índice de arriba abajo y arriba en su dirección.
Sí. Me vi como un idiota.
Me vi como un idiota pero no sé qué podría haber hecho para no verme como un idiota o un chofer frente a este monumento esculpido en un bloque de yelo de un metro con setenta.
Y me hice pendejo en la barra de ensaladas todo lo que pude.
Y la veía parloteando con el celular en la oreja mientras yo escarbaba y escarbaba con la palita entre las lechugas.
Ya no pude más y me regresé con los platos.
Claro que te escuché bien.
Te juro, Perla, que yo no usé la palabra “cuerpo”. Seguramente dije “puerco” y tú entendiste mal.
Nico, no voy a discutir contigo. Nico, te voy a pedir un favor: inmediatamente vas a salir de ahí. Si te escuché mal o no eso no me importa. Lo que importa es que te limpies bien las manos. Si tienes manchas en la ropa.
Cómo me dices eso. Cómo me dices eso de las manchas. Yo sería incapaz…
No estoy diciendo manchas de sangre. Tampoco estoy diciendo que no. Manchas, de lo que sea. Si tu ropa tiene manchas, por favor, métela al bote de basura, lo bañas de alcohol y le echas un cerillo. Y te sales de ahí inmediatamente.
¿Pero me lo prometes?
Qué mierdas te prometo.
Lo que me prometiste.
Te lo prometo. Chao.
Y por fin.
Colgó.
Realmente no era la perra que pareció en un principio.
La cena fue una delicia.
Estuvimos hablando de tanta pendejada.
Los meseros iban y venían con sus espadas y a todos les aceptaba una probadita.
En la plática, resultó que también ella había crecido en las Villas.
Era demasiado chica para haber sido compañera mía o de mis hermanas, pero recordamos a algunos maestros comunes.
Los meseros estaban encantados con ella.
Parecía una estrella de cine lista para firmar autógrafos.
Si en un principio me sentí muy pinche, ella se encargó de hacerme sentir bien, de hacerme sentir su par.
Pero volvió a sonar el celular.
Y todo se fue a la mierda.
Perla. Soy Dolores.
Ya sé que eres Dolores. Qué se te ofrece.
¿Es cierto?
¿Qué es cierto, Dolores?
¿Es cierto lo que dice Nico?
Yo dudaría de cualquier cosa que diga el imbécil de tu hijo.
Está afuera.
No lo dejes entrar. Que aprenda.
Está en la calle, con una patrulla, tres perros muertos y lo que dice que es una gran cuerda para amarrar un barco.
Son tus tripas.
¿Mis tripas?
Supongo que las de los perros. Pero él piensa que son tus tripas.
¿Y el barco?
Ese sí no sé de dónde lo sacó.
¿No sabes de dónde lo sacó?
Está bien. Sí sé de dónde lo sacó. Tu hijo está jodido del puto cerebro.
No estaba así cuando se casaron.
Está jodido de cada puta neurona desde que le dabas de tu puta leche agria. No me vengas con eso.
Y no me vengas conque no sabes de dónde sacó lo del puto trastlántico.
Está diciendo “barco”, no “trasatlántico”, no seas insidiosa.  Trae la cosa esa del barco desde hace una semana.
Tienes que venir.
Lo sé. ¿Puedo terminar de cenar?
¿Tú qué crees? Mi hijo está explicando a dos policías cómo amarrar un barco con las tripas de los perros de los Perezlete. ¿Crees que puedas terminar con tu postre?
Voy para allá.
Lo que siguió fue penoso.
No íbamos a coger.
Eso era un hecho.
Perdón, una emergencia familiar. Espero que lo entiendas.
Hice un gesto de:
No te apures, siempre pasa.
Fue gentil, pero apresurada.
Se levantó.
Me levanté para despedirme porque soy un caballero.
Me besó suavemente de despedida.
Un beso suave en el cachete.
No al aire.
Plantando suavemente los labios en el cachete.
Se dio la vuelta y se fue.
Si el Simonari marcaba divinamente las tetas, en las nalgas era un pedazo a rayas de piel. La espalda, abierta, dejaba ver un gran tatuaje.
De un solo tono.
Era un tatuaje hecho con pulso irregular.
Parecía de esos que te talla un adicto con hepatitis en la cárcel.
Si ponías cuidado, encontrabas que el tatuaje era un trasatlántico a punto de partir.
Pero tenías que fijarte mucho.
Y ahí estaba, con sus grandes chimeneas y su muy respingada proa.
Me senté de nuevo. Pedí otra caipiriña y la cuenta.
Por un instante pensé que sería buena idea abrir en canal al mesero y usar sus tripas para detener ese hermoso par de nalgas.
Y sí, si se lo preguntan, así es, nunca volví a saber más de Perla.
Así pasa.






martes, 6 de diciembre de 2016

Odio a las bibliotecas

No soporto las bibliotecas: sus estaciones de lectura, todas ordenadas, casi siempre vacías, los anaqueles que se alejan como si habitaran dentro de un espejo. La extraña amabilidad de los bibliotecarios, su sonrisa que no engaña a nadie (tienen una de los cinco trabajos más aburridos de este mundo). El silencio. El silencio como norma, como forma de ser, de estar, como forma de mantener a la palabra lejos de su forma natural: el ruido.

No es que prefiera el bullicio barroco de las coctelerías, no se confundan. No veo las bibliotecas como una antítesis del carnaval, más bien, las entiendo como una seca paráfrasis de los hospitales, en tal caso como una forma inacabada de escenario. Cómo no detestarlas, pues. Si no fuera por los libros, ya las habríamos reducido a la innoble categoría de los centros comunitarios. No digo esto por decir. Con el tiempo, y esto lo tengo por seguro, las bibliotecas irán teniendo cada vez menos libros y más gente. Ese es su destino. En algún tiempo, los niños preguntarán a su mamá: “Mamita, linda, por qué las bibliotecas se llaman bibliotecas”. Y la madre responderá cariñosa: “Ah, mi inesperado crío, eso es porque antes tenían libros y a la gente le gustaba usar palabras en griego para nombrar las cosas más terribles, como las enfermedades o estos lugares apestosos”. Esa va a ser una plática más frecuente de lo que imaginan ahora.

Al finado Nacho Padilla, hace un tiempo le armaron tremendo escándalo por permitir un desfile de modas en la biblioteca que dirigía. Hace poco, en las redes sociales lincharon a un burócrata que permitió una sesión de fotos de quince años en el sagrado recinto de los libros. Cualquier imbécil que haya estado en una biblioteca sabe que, por lo general, estas son los espacios públicos menos y peor utilizados. Si las bibliotecas tuvieran más mujeres al borde de la anorexia y menos libros, estarían mucho más concurridas. Pero no, por alguna razón, a los amantes de las bibliotecas les gusta asociar a los libros con la inutilidad y el vacío, y les molesta, por razones que no entiendo, la frivolidad. Una buena biblioteca, para que se lo sepan, contiene más ideas frívolas entre sus libros que la colección completa de la revista Cosmopólitan. ¿De qué mierdas creen que tratan los libros?  


La biblioteca está para buscar los libros que todavía no pasan a formato mobi, sacarlos inmediatamente, fotocopiarlos y regresarlos. Un hombre de mundo no lee en la biblioteca, lee en su cama, en la bicicleta estacionaria o en el excusado. Eso hace un hombre de mundo.

Tengo mi propia estrategia en lo referente a las bibliotecas. Lo que hago, con cierta frecuencia, es sentarme en uno de los sillones de lectura más visibles, y así, yo muy en proscenio, me pongo a leer en mi kindle durante una hora o dos. No es que me guste, ya dije dónde leo. Sé qué es demasiado violento, sé que es como mentarles la madre a los bibliotecarios, algo así como decirles: “Quiubo, pendejo, yo que tú me iba consiguiendo otra chamba”. Lo sé. Por eso lo hago. Sí, está mal de mi parte, no habla bien de mí como ser humano, pero supongo que trabajar en una biblioteca tampoco habla bien de uno. Borges sería lo que fuera, pero era una mierda como persona. Apolonio Eidógrafo, de seguro, no era un pan con mermelada. No confío nada en los vegetarianos ni en los bibliotecarios, y en general, en cualquier otra persona que mantenga imperturbable las ideas más ridículas.


Espero que con esto te quede claro por qué odio las bibliotecas.