sábado, 22 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de nueve a cinco


Hoy, sábado 22 de noviembre del corriente, no estoy de humor. Ayer la sesión de hemodiálisis me dejó de recuerdito una casi mística velada de vómitos y calambres abdominales, y a esto le sumo que en los últimos seis meses he perdido casi veinte quilos de mi antes agraciado y rechoncho físico, así que hoy no estoy de humor y de nada me ayuda leer con calma en la web a una pobre diabla que se llama o hace llamar, muy cacofónica, Sisi Casas. Resulta que esta pobre semialfabetizada hija de Vasconcelos se dignó a criticar la muy criticable puesta de Odio a los putos mexicanos, a criticar al texto y a su penitente autor.

Normalmente soy el primero de mis críticos, y cuando la crítica es justa y viene de un lugar correcto, la apoyo y la cito, pero cuando la crítica parte de la ignorancia y llega al extremo de fabular torpes citas como mías, ahí sí que, definitivamente, no puedo secundarla, sino delatarla. Odio a los putos mexicanos es un texto fallido en un montaje correcto, aunque extraño e irregular. Lo complicado del que debía ser un sencillo aparato escenotécnico, ha dado como resultado algunas funciones lamentables, donde los actores, al estar más apurados por poner la pieza adecuada en el momento adecuado, pierden la concentración y acaban haciendo mal una cosa u otra. Este complicado aparato, aún así, ha permitido algunas funciones memorables y conmovedoras de lo que originalmente fue planteado a la Compañía como un monodrama monólogo a cinco voces femeninas, frontal y centrado en el actor con su palabra, y terminó siendo, en las perversas mentes de Alba Domínguez y Miriam Cházaro, un gran espectáculo a la intolerancia. Sucede a veces que la gente lee cosas extrañas en un texto tan simple, y donde la crítica a la intolerancia es tan sencilla y directa, encuentran, extrañamente, una alabanza a ésta. Creo que lo realmente criticable del montaje, pues, es el texto, porque es un texto fallido. Esquilo en Los Persas era el modelo a seguir. Imaginen ustedes que los obreros belicosos gringos un día deciden lanzarnos su grosero aparato bélico en una invasión sorpresa, y nosotros impedimos a pedradas su desembarco en, digamos, la estratégica playa de Chachalacas y de paso les descalabramos al Obama o a quien venga comandando la tropa invasora. Algo así pasó con los atenienses y sus aliados contra los persas en Salamina, la que dicho sea de paso, es tan fea y sucia como Chachalacas. Solo falta decir para terminar el cuadro que Esquilo fue soldado de a pie en Salamina. De ahí resulta la altura esquiliana que ha tratado, infructuosamente, de moldear mi ética de vida. Si nosotros venciéramos en Chachalacas, en quince días encontraríamos en los discos pirata cientos de versiones en tambora de cómo les partimos la madre y cómo se fueros chille y chille los grigos por donde llegaron. Esquilo, en cambio, hace en los persas una emotiva oda al dolor del derrotado, se hace hermano de los Persas, se pone en sus sandalias y se sienta a llorar con ellos la derrota. Bueno, Odio a los putos mexicanos, como los persas, era un drama sobre “el otro”, pero como nosotros solo hemos vencido a nuestros incómodos vecinos en el Álamo, esa ridícula victoria que extrañamente siguen celebrando y nosotros ni queremos recordar, supongo que por miedo a que vengan ahora sí a emparejarse, y en la más simbólica que real invasión a Columbus, como nosotros no solo nunca vencemos sino que no vamos a saber qué hacer cuando por pura probabilidad nos pase, como soy mexicano, gandalla y agachón, pues, Odio a los putos mexicanos terminó siendo una caricatura de los hilly billies vecinos, una caricatura que pretendía regresarles todo lo que, al caricaturizarnos, nos minimiza. En resumen, no tuve la altura ética de Esquilo y ahí fallé como dramaturgo. Aprovecho el tema para relatar algo que últimamente me llena de un extraño orgullo. Hace unos meses me enteré, por la wikipedia, que un ilustre tatarabuelo mío —y hasta por dos partes—, Ángel Ortiz Monasterio, mexicano cien por ciento pero en esos tiempos al servicio de España, con venticuatro años de edad le partió la madre a los gringos en la Guerra de los diez años. Ahí, comandando a solo diez estúpidos que le creyeron el viejo cuento de “al abordaje, mis valientes”, se lanzó a lo borras sobre el buque Virginius y tomó presos a casi doscientos tripulantes del mismo, entre los que estaban dos generales de división yanquis, el mismo presidente de Cuba y algunos de sus altos mandos. La historia de Ángel está llena de hazañas, como la de ser el primer mexicano que circunnavegó el mundo —bueno, casi cuatrocientos años después de Magallanes, pero cuenta—, algunas atrocidades: les partió el papatzul a los mayas en Bacalar durante la Guerra de las Castas y cuando Madero lo nombra vicepresidente y parece que todo terminará bien, llega la desgracia y la deshonra: Ángel Ortiz Monasterio se deja engañar por las maniobras de Victoriano Huerta en la Decena trágica y lo demás, lo demás es historia, una historia que, acaso por este último detallito, poco menciona a este novelesco mexicano que un día le hizo la goliatada a los arrogantes gringos.

Bueno, volvamos al tema. A descargo de esta cacofónica mujer, no es la única que ha odiado Odio a los putos mexicanos, no es la única que desde sus pobres y cuadrados referentes ha leído lo contrario a lo claramente expuesto por la obra. Algo pasa con nuestro público, antes que teatral, de televisión y novelas rosa, que si no le presentas una visión rasurada y políticamente correcta de la realidad, sabrá Dios qué bárbara y simplona telenovela vea donde tú crees que pusiste al mismísimo San Francisco con su corte de bestias amorosas. Tan no es la única que de este montaje de Odio me llegan siempre señales cruzadas: es el montaje de cualquier obra mía que más ha metido público en funciones únicas, alguna con más de mil espectadores en una sola sentada, y es la que más provoca que la gente se levante indignada y salga mentando madres. La escena del abuelo Marlon ya nos es mítica por las cabecitas que automáticas aparecen por los corredores. Pero en la nota en cuestión encuentro, más que odio a Odio, encono hacia mi enrarecida persona. No conozco a esta desinformada periodista, así que no sé dónde nazca su ira contra este mal fraguador de espejos, pero le he partido la madre a tantas y tantos con los chistes babosos que acostumbro soltar sin mucha premeditación, que supongo que vendrá de alguno de mis cientos de anónimos maldeseadores. Y así puesta la cosa, cómo explicarle a alguien que escribe sobre teatro comercial del más ramplón que Odio… como la mayor parte de mis textos, está escrito contra el teatro y contra el público, contra lo que creemos que es teatro y contra lo que espera la comodidad del espectador. En fin, Odio… es un montaje que sin duda rebasó al texto, tanto en proporciones como en resultados, las directoras me pasaron por encima, hicieron lo que se les antojó y el resultado fue mucho mejor de lo que proponía el simple texto. Para eso escribimos teatro, ¿no?

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de nueve a cinco

Piedra blanca sobre piedra negra. Hoy, 4 de noviembre, el mismo día que los autodenominados norteamericanos eligieron al primer presidente medio negro de su historia, este mismo día nosotros nos enteramos que en el próximo periodo definitivamente no vamos a contar con el primer presidente cien por ciento español en México.

Más allá de las diferencias, ambos países celebramos y rendimos pésame de la misma manera, la más socorrida últimamente: la caída en los principales indicadores bursátiles.

Los chistes de mal gusto, que nunca faltan, ya comenzaron a circular, que el piloto quería ir al aeropuerto y Mouriño a la Torre de Pemex es el que más circula. El mejor fue el de ese señor que se llama a sí mismo Presidente de México, que sus enemigos denominan Espurio y nosotros Felipito. En un apresurado mensaje al país ponderó, entre otras raras virtudes, el ecologismo de su amigo y compañero de fraude electoral. Dígame usted, inexistente lector, qué tiznados tiene de ecologista alguien que hace una pequeña fortuna traficando contratos de transporte de combustible. Eso y el Nóbel de la Paz a Isaac Rabin y Yasser Arafat los guardo en el mismo cajón con etiqueta indescifrable.

Manuel, el jardinero es un tipo muy inteligente. Nunca hace ni madres, el jardín se llama jardín por fuerza de costumbre, pero es una méndiga selva plagadas de bichos por clasificar. Si mi mujer le dice: Manuel, quita esas telarañas, Manuel responde: sí, ya lo había pensado, no porque hubiera pensado en quitar las telarañas, sino porque todo lo que le digas que haga él ya lo había pensado, es un hombre que piensa mucho pero es un perfecto bolsón. Es mi candidato para ocupar el puesto de nuestro fallido presidente peninsular. Si no lo nombra Felipito, este mismo sábado lo voy a declarar, debajo del naranjo, Secretario de Gobernación de esta su humilde morada. Cuando se entere me dirá: ya lo había pensado, y eso cerrará el trato. Entre sus primeras funciones lo voy a poner a lavar la Cherokee, sirve que se baña de paso él, que ya no sé cuál de los dos tiene más gruesa la costra de lodo. Eso voy a hacer mañana, pero hoy no hago nada, porque estoy en postdiálisis y hay trece partidos de básquetbol de la NBA para apostar, trece oportunidades de ganar más que en la bolsa, trece, mi número de la suerte.

PD: La dueña de mis derechos de autor ya me pidió que le cambie el título a mi diario en línea. Eso de Diario de un varón caucásico, herterosexual, con horario de nueve a cinco es para ella una mentira. No porque este gratuito escribano ande adelantando su cumpleaños cuarenta y uno, sino porque ese asunto del horario de nueve a cinco no solo es mentira, sino que una de las realmente malas, cualquiera que se meta cinco minutos al google sabrá que soy un perfecto bolsón y que me la paso en la cama la cinco de siete días de la semana. Pero qué le hacemos, el título me gusta y, como dijeran Edi y Rudy, lo nuestro es la belleza, no la verdad. Ahora sí me voy.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de 9 a 5

Todo este engorroso cuento comenzó porque un amigo querido, de quien no debería decir el nombre pero se llama Raúl Santamaría, tuvo a bien intentar que yo haga mi trabajo, por el que me pagan. En un correo electrónico, el muy iluso me pidió que le armara un glosario “chistoso” basado en ciertas palabras que escogió de Lisístrata, la obra de Aristófanes que la Compañía está llevando a las facultades como parte de un programa educativo del que nadie entiende precisamente eso de educativo. Y digo que el asunto es engorroso por dos motivos, primero porque no soy, contra lo que piensa el noventa y tantos por ciento de mis ágrafos conciudadanos, un labrador de chistes, que en mis obras se ría la gente se debe más a ciertas diferencias que tenemos el público y su servidor de entender la tragedia. Es verdad, se ríen, pero ni escribo chistes, ni siquiera por encargo, cuantimenos si nos de griegos. El humor de los griegos es algo extraño: Aristófanes lo pretendió y sí, se ríen los idiotas, pero hay que ser idiota para reírse, o griego, qué sé yo. Homero es el más chistoso, pero no se lo propuso, Luciano de Samósata es acaso un buen e intencionado humorista, pero apenas era medio griego. El motivo del buen Raúl era sin duda noble: pretendía con este glosario explicar a los universitarios, más que las palabras que ellos no entienden, las que el propio Raúl tuvo que buscar en más de un diccionario, así que incluyó hasta una serie de nombres propios de personaje que si se tradujeran literalmente significarían algo como “Caca de perro”, “La del chango podrido”, “El que meó a la yegua”, y cosas así, los griegos eran realmente curiositos a la hora de nombrar a sus hijos, y si ponía yo estos nombres en el glosario me acusarían, no sin razón, de grosero y pendejo, y en un descuido me retiran los servicios de hemodiálisis que tan gentilmente me paga la Veracruzana. Pero ahí está el pero, no podía negarme, con todo y dignidad trágica, no podía negarme. así que me puse a redactar el jodido glosario y apenas pude lanzar dos chistes, ambos malos, entre todas las cartonudas definiciones que les resumí. Y la culpa es de Boris. Boris tiene la idea de que no trabajo lo suficiente para lo que me pagan, así que a cada rato anda por ahí inventando maneras e ponerme a desquitar mis sangrías vespertinas. Un día, Boris tuvo la genial idea de negociar con el periódico local, joya de la mediocridad, que cada que la Compañía presente función, de lo que sea, nos van a publicar una nota periodística y, obviamente, quien las redacta es este humilde escribano. Cuando tenemos dos obras en temporada tengo que soplarme seis notas semanales de por lo menos una cuartilla, lo malo es que cuando una obra lleva más de dos meses en cartelera ya no sé de qué diablos escribir, ya hablé de la historia, del autor, ya hablé de todos los personajes y dije que todos los actores de la titular son la reencarnación de Sarah Bernhart pero en femenino y con dos piernas, ya hasta platiqué toda la trama y encontré dieciséis maneras de mentirle al público para que vaya a ver una obra que yo no veo porque eso sí no está en mi contrato, en fin, ya no sé de qué escribir, y es cuando le hablo a la gentil Marichucha y le doy la instrucción mágica, una instrucción qué es más un ruego de mi parte: Marichucha de mi amor: recicla que el mundo se está acabando y yo también. Y ella agarra una nota vieja y la manda como nueva después de darle una planchadita. Bueno, esa fue una de las ideas de Boris, pero tiene muchas, si hasta eso es muy ingenioso para buscarme ocupaciones, lo que pasa es que a Boris no le puedo decir que no, simplemente nunca le he podido decir que no, y no lo he intentado, y ahora que es mi jefazo, menos. Otra de sus grandes ideas fue la de ponerme a trabajar con los actores en unos monólogos, de los que solo voy a decir ahora que me saquearon mi biblioteca de las religiones, se la partieron como chivo en birriería y de paso me esfumaron mi ejemplar del Gilgamesh, que aunque más baratón fue el que más me dolió. En qué acabó el asunto del glosario de Santamaría, no lo sé, no me importa y no redacto chistes.